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Zumalaima y la silueta encantada

Zumalaima y la silueta encantada

Érase que se era… en un lugar alejado de las tierras de Antequera, un clan de cazadores- recolectores huía de las intratables condiciones climatológicas. Eran tiempos duros de escasez y penurias, pues el alimento en esa época era muy difícil de conseguir.

 

Era un clan pequeño formado por siete individuos, a cuál más distinto y variopinto.  Amuncala era el sabio al que todos seguían y respetaban, por su palabra y sabiduría. Sabía leer las señales que la naturaleza le ofrecía, curar  los males de la salud que al clan acaecían, hablar con los dioses y responder a los descendientes las preguntas que surgían. Pero si queréis saber la verdad, lo que mejor se le daba sin ninguna duda, era saltar y hacer el pino, revolcado como un gorrino. Y más que otra cosa, ¡hincharse de comer porcino!

El clan liderado por Amuncala encontró un castillo de piedra surgido del agua y protegido por un vergel impenetrable, que tenía figuras de lo más memorables.

 

Era un lugar de ensueño, mágico y majestuoso. Era la trampilla que comunicaba con los ancestros, pues aquí todos los rincones eran impensables. Las siluetas redondeadas daban rienda suelta a la imaginación y, si hoy en día lo visitas y atiendes, estas rocas te hablarán más que una constelación. Sus despampanantes formas a todos asombran, por esas grandes rocas que dan buena sombra. A este lugar le llamaron El Torcal.

Vivieron durante un largo tiempo en una de sus cuevas, en principio cómo nómadas hasta que se volvieron sendentarios. Hoy en día la llaman la Cueva del Toro, aunque lo que sí es seguro es que vivieron de lujo.

Con risas y penas criaron y placieron. Eran ganaderos muy dicharacheros, pero sabían hacer un poco de todo… vayáis a pensar que eran unos palurdos. Además no hay que olvidar que tenían una representación de la feminidad, era una Venus que representaba este lugar, la Venus del Torcal.

 

Más desde entonces se fueron aliviando sus problemas. Hasta que cierto día de lo más desolado, la vejez sucumbió a Amuncala. Era ley de vida. Y así, en el frío del duro invierno este anciano falleció.

Una de sus nietas, Zumalaima, la más espabilada a pesar de su corta edad, lo había acompañado y observado, y había aprendido todo lo que su maestro y abuelo le había intentado mostrar. Era una alumna aventajada y concienciada a más no poder, era lista y con una sensibilidad que a más de uno le gustaría tener. Su corta edad le impedía interpretar aún las señales, (según las leyes ancestrales), ya que ese cometido era para los más veteranos.

Después de este suceso, el puesto cayó en manos de Ásara, “la paciente” y si os soy sincera, en su sonrisa se le veía que le faltaba más de un diente. Era su cómplice y compañera, y a la vez… ¡la mejor cestera! Fabricaba buenas herramientas y era un buena maestra alfarera. En la caza no había un fallido intento. Si Ásara “la paciente” proyectaba su lanza, no quedaría en pie a lo que apuntara. Pero a pesar de todas estas grandes cualidades, el puesto le quedaba grande, ya que no sentía e intuía lo que la naturaleza quería mostrarle.

Aturdida por la inseguridad, no sabía hacia donde continuar, pues a ella le parecía que todo se veía igual. Hasta que cierto día vio como una gran águila real la cabeza de su amiga sobrevolaba. No sabía mucho de señales, pero en seguida se dio cuenta lo que el águila le revelaba. Era la voz de la sabiduría que le decía: “mira cerca, la respuesta no está en la astrología”.

Ella la conocía, sabía que Zumalaima era especial. Así que, sin dudar un segundo, a su amiga le preguntó: “¿hacia dónde debemos caminar?”. La niña explicó a Ásara que durante varias lunas no había parado de soñar que una bella mujer le cogía de la mano para llevarlos y guiarlos a un lugar al margen de lo imaginado. Era un sitio maravilloso en el que las plantas parecían crecer por momentos y el agua manaba en abundancia. Un reino paradisiaco constituido de paz y recogimiento, en el que allí podrían descansar los ancestros.

Esa imagen se repetía no sólo durante la noche, ¡sino también por el día! Pero la dirección todavía no la sabía. Así que se retiró  al lugar donde yacía el cuerpo del anciano maestro. La niña, muy concentrada, le pedía que le ayudara, ya que eran días duros y muy largos, el frio arreciaba y la caza  cada vez más escaseaba.

De repente se escuchó un estruendo. ¡Eran los flamencos! La llamada había sido recibida y la respuesta concedida. En lo alto de la loma apreció la señal esperada. Era el sonido del más grande de los escuadrones, centellantes y rosados, se veían desde lo más alejado. Eran esos majestuosos pájaros que venían a guiarlos.

 

Zumalaima corrió a avisar a todo el clan para que siguiesen la senda mostrada por esas aves idolatradas. Todos la siguieron. Recorrieron un trayecto largo y duro, pero el esfuerzo se vio recompensado.

Vagaron durante unos días hasta que, después del amanecer más hermoso nunca visto, Zumalaima reconoció la silueta de esa hermosa diosa. ¡La profecía se había hecho realidad! Vio como la mujer se tendió en esa espléndida tierra y en piedra se transformó.

Fue desde ese momento cuando se convirtió en su icono particular, pues mostró a este clan la riqueza de este lugar y a si para siempre como diosa de la fertilidad la recordarán. Aquí se asentaron y siguieron indagando porque algo nuevo y nunca visto se encontraron.

 

 

Aquí comienza una larga y bonita historia de pueblos ancestrales. Pasaron los romanos y los musulmanes, los sefardís y ¡hasta los bárbaros! Y ¡cómo pudiese una olvidarse de los cristianos!, ya que su huella queda aún patente.

Así que no hay que desconocer que la inocencia de Zumalaima permitió encontrar una gran tierra que cultivar, un lugar donde construir un templo de roca encantado y un territorio para habitar por una muy buena gente. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

 

Cuento escrito por María Cuesta Rodríguez

Imágenes: @torcaldeantequera  y @Rafael Castillo

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